La madre de los hijos de Zebedeo se acercó a Jesús con sus hijos, y se postró como para pedirle algo. Él le dijo: «¿Qué quieres?». Ella dijo: «Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y otro a tu izquierda, en tu Reino». Replicó Jesús: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber?». Le contestaron: «Sí, podemos». Jesús les dijo: «Mi copa, sí la beberéis; pero sentarse a mi derecha o mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado por mi Padre».
Al oír esto los otros diez, se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús los llamó y dijo: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos».
Todos somos peregrinos
a veces sin saberlo.
Estamos de paso
en la historia,
en las vidas que se cruzan,
y en lugares que habitamos.
No los poseemos.
No los dominamos.
No los retenemos.
Solo podemos agradecer
el tiempo que se nos da,
los nombres amados,
la misión recibida.
Peregrinos, nunca solos,
rodeados del Misterio
y abiertos a lo eterno.
Nuestra huella, si acaso,
ha de dejar sembradas
semillas de fe y justicia.
En nuestro viaje
toma cuerpo
una encarnación distinta
que culminará, ya resucitados,
en el último abrazo,
con todos los caminantes
que ya han llegado a la meta.
(José María R. Olaizola, sj)