Al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos».
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La santidad no es una virtud imposible, sino el bien posible.
No es un rasgo de espíritus tan especiales, virtuosos y puros que resultan admirables, pero no imitables.
Es la determinación de hombres y mujeres frágiles, pecadores, con pies de barro, claro que sí, pero aun así convencidos de que con nuestro barro Dios puede crear belleza, sembrar justicia y mostrar amor.
La santidad no es un sueño grandioso, sino un camino cotidiano. Un camino que pasa por la humildad, el cansancio, la alegría de a veces y la preocupación de otras. Se vive y se comparte. El santo es amigo, guía, discípulo… Es elegir ser Cireneo y, como aquel, ayudar al Maestro a cargar la cruz.
Quizás hoy hacen falta más personas que se atrevan a preguntarse: «¿por qué no yo?»
(Rezandovoy)