Jesús dijo a sus discípulos: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina».
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No sé si llamarlos
momentos de paz
y de sosiego
o de viento y aguacero
huracanados.
De forma súbita,
tu voz y tu palabra
se encaraman
a la cima de mi vida
tumbando planes,
cambiando sueños,
quitando enredos,
abriendo puertas
trancadas desde dentro.
Y después…
Después, un
inquietante silencio
me susurra:
«No le pongas
cerrojos al cielo.
Deja, que como
al árbol en otoño,
también a ti te tire
y estrelle contra el suelo:
tus hojas,
tus ramas,
tus frutos,
tus tiempos,
tus agarraderos».
Entonces, solo entonces,
brotará la esperanza,
en mi desnudez,
de su nuevo advenimiento.
(Seve Lázaro, sj)