Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: «El Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas. Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron.
»Mas a media noche se oyó un grito: ‘¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!’. Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: ‘Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan’. Pero las prudentes replicaron: ‘No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis’. Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta.
»Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: ‘¡Señor, señor, ábrenos!’. Pero él respondió: ‘En verdad os digo que no os conozco’. Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora».
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Entra, Señor,
y derrumba mis murallas,
que en mi ciudadela sitiada
entren mis hermanos,
mis amigos, mis enemigos.
Que entren todos,
Señor de la vida,
que coman de mis silos,
que beban de mis aljibes,
que pasten en mis campos.
Que se hagan cargo,
mi Dios,
de mi gobierno.
Que pueda darles todo,
que icen tu bandera
en mis almenas,
hagan leña mis lanzas
y las conviertan en podaderas.
Que entren, Señor,
en mi viña,
que es tu viña.
Que corten racimos,
y mojen tu pan en mi aceite.
Y saciados de todo tu amor,
por mi amor,
vuelvan a ti
para servirte.
Entra, Señor,
y rompe mis murallas.
(Antonio Ordóñez, sj)