Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén y envió mensajeros delante de él.
Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo y acabe con ellos?». Pero él se volvió y los regañó.
Entonces se encaminaron hacia otra aldea.
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Eres el Dios de los frágiles,
los débiles, los impuros,
los que tiran la piedra,
y los que reciben la pedrada.
Los que acogen
la buena noticia
y los que, sobrados,
le dan la espalda.
El Dios de los creyentes
y de los ateos, que te ignoran
aunque viven en Ti.
De los que etiquetan, y los etiquetados,
los que clasifican y los desclasados,
los fiscales, y los defensores,
los correctos, los incorrectos,
los inamovibles
y los que no se están quietos.
El Dios de los clásicos
y el de los transgresores.
Dios de los gélidos, los tibios
y los ardientes.
Dios de los satisfechos
y los descorazonados,
los valientes
y los acobardados.
Eres Dios de todos.
¿Por qué no terminamos
de entenderlo?
(José María R. Olaizola, SJ)