Jesús pasaba por ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén. Entonces uno le preguntó: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?». Él les dijo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo: ‘Señor, ábrenos’; pero él os dirá: ‘No sé quiénes sois’. Entonces comenzaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él os dirá: ‘No sé de dónde sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad’. Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, pero vosotros os veáis arrojados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos».
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Vengo a ti, Señor
cargado de intenciones,
repleto de motivos,
sobrado de palabras,
lleno de méritos.
Cargo un enorme baúl
de logros y por si acasos.
He acumulado propuestas,
he hablado en tu nombre,
he presumido de tu amistad.
Te traigo alardes de virtud
y tablas de cumplimiento.
¿Por qué esta angostura?
Abre más la puerta,
que no logro entrar con todo.
Me desespero,
protesto, gesticulo,
me enfado,
te llamo, apremiante.
Abre, Señor, ¿a qué esperas?
Algún día comprenderé
que, para pasar,
he de soltar motivos,
palabras y méritos.
Puedo desprenderme
de resultados, prevenciones,
y quitarme las medallas.
Al fin, despojado de apariencias
y desnudo de garantías,
serán tu amor
y tu gracia
la única llave
necesaria.
(José María R. Olaizola, SJ)