Jesús dijo a sus discípulos: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día». Decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?».
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Déjame contarte algo. Tengo que sufrir mucho. Los ancianos. Los sabios, los guardianes de las esencias y de la ley, los que dicen hablar en nombre de Dios, me perseguirán y me matarán, aunque resucitaré al tercer día. Pero mi camino, hasta entonces, pasa por la cruz. Cruz que es incomprensión, que es soledad, que es vaciarse, que es renuncia, que es un amor que no pone condiciones. Si tú quieres venir conmigo, tienes que negarte a estar siempre buscando tu propia realización, tu propio bienestar, tu propio ego. Toma la cruz, al cargar con la complejidad de este mundo y con el dolor de los pobres. Y sígueme. El que vive solo para un bienestar aparente termina perdiendo la vida. El que la da a mi modo la vive en plenitud. ¿De qué te serviría una vida cómoda, si por el camino pierdes el evangelio, el sentido, la bienaventuranza?
(RV, adaptación de Lc 9,22-25)