Mientras iban de camino, le dijo uno: «Te seguiré adonde vayas». Jesús le respondió: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». A otro le dijo: «Sígueme». Él respondió: «Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre». Le contestó: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios». Otro le dijo: «Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi casa». Jesús le contestó: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios».
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Lo más importante no es
que yo te busque,
sino que tú me buscas
en todos los caminos [Gen 3, 9];
que yo te llame por tu nombre,
sino que tú tienes el mío tatuado
en la palma de tus manos [Is 49, 16];
que yo te grite cuando no tengo ni palabra,
sino que tú gimes en mí
con tu grito [Rom 8, 26];
que yo tenga proyectos para ti,
sino que tú me invitas a caminar
contigo hacia el futuro [Mc 1, 17];
que yo te comprenda,
sino que tú me comprendes
en mi último secreto [1Cor 13, 12];
que yo hable de ti con sabiduría,
sino que tú vives en mí
y te expresas a tu manera [2Cor 4, 10];
que yo te guarde en mi caja de seguridad,
sino que yo soy una esponja
en el fondo de tu océano [EE 335];
que yo te ame
con todo mi corazón y todas mis fuerzas,
sino que tú me amas
con todo tu corazón y todas tus fuerzas [1Jn 13, 1];
que yo trate de animarme, de planificar,
sino que tu fuego arde
dentro de mis huesos [Jer 20, 9].
Porque, ¿cómo podría yo buscarte,
llamarte, amarte...
si tú no me buscas, llamas y amas primero?
El silencio agradecido es mi última palabra.
Y mi mejor manera de encontrarte.
(Benjamín González Buelta, sj)