Jesús llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al pozo. Era hacia la hora sexta. Llegó una mujer de Samaría a sacar agua, y Jesús le dijo: «Dame de beber». Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dijo: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» (porque los judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice ‘dame de beber’, le pedirías tú, y él te daría agua viva». La mujer le dijo: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?; eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?». Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna». La mujer le dijo: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed».
«Me acertó una bombarda en la pierna, quebrándomela toda; y porque la bomba pasó entre ambas piernas, también la otra fue mal herida».
Es necesario […] «Pedir conocimiento de los engaños del mal caudillo y ayuda para de ellos me guardar, y conocimiento de la vida verdadera que muestra el sumo y verdadero capitán, y pedir gracia para le imitar».
(EE, 139)