Jesús iba de ciudad en ciudad. Un día le trajeron a un hombre enfermo. No solo estaba sordo, sino que tampoco podía hablar. Le pidieron a Jesús que le sanase. Él apartó a la gente a un lado. Le metió los dedos en los oídos, y le tocó también la lengua. Y dijo: «Ábrete». En el mismo momento empezó a oír y a hablar. Estaba muy contento.
La gente también estaba admirada. Jesús no quería que lo dijeran por ahí, porque si no, la gente, en lugar de escuchar su enseñanza, solo iba a estar pendiente de los milagros. Pero, claro, ¿quién se calla algo así? Ellos no podían dejar de contarlo, y decían a quien quería oír: «Todo lo ha hecho bien, hace oír a los sordos y hace hablar a los mudos».
Abre, Señor, mis oídos…
…para escucharte a ti cuando me hablas desde dentro
y seguirte donde tú me lleves.
Abre, Señor, mis oídos…
…para escuchar la naturaleza que has creado
y respetarla como fuente de la vida.
Abre, Señor, mis oídos…
…para escuchar las necesidades de los que
viven situaciones injustas, y así poder ayudarles.
Abre, Señor, mis oídos…
…para escuchar a mi familia
y estar dispuesto a colaborar en casa.
Abre, Señor, mis oídos…
…para escuchar a los mayores,
respetarles y aprender de su experiencia.
Abre, Señor, mis oídos…
…para escuchar a mis amigos
y compartir con ellos sus tristezas y alegrías.