El profeta

Parecía que no había esperanza.
Que el mundo se resquebrajaba
entre balas y trincheras.
Un manto de olvido
había cubierto la fraternidad.
Un hombre encaraba a otro
a cara de perro, a grito de odio.
Cada quién peleaba, desquiciado,
por reforzar su puerta
por elevar su tapia,
por aislar su parcela.
Recelosos se miraban, de soslayo,
los vecinos.
Un silencio agobiante
envolvió los corazones.
Cada ciudad se transformó
en un inmenso carnaval
que enmascaraba la verdad
tras muecas pintadas.

Hasta que llegó el profeta.
Su sentencia firme rompió el embrujo:
“Mirad que llega vuestro Dios”.
Lo dijo bajito,
lo repitió más fuerte
y otras voces se sumaron a la suya.
Como un río poderoso
el verbo se hizo promesa
y despertó la ilusión dormida.
Nadie podrá evitar
que el amor tenga
la última palabra.

(José María R. Olaizola, sj)