Coloquio con el Señor
Señor, estamos aquí en tu presencia, a tu alrededor,
como tus discípulos, para escuchar tus enseñanzas
y tus consejos, para una charla íntima contigo,
como los apóstoles, cuando con toda confianza te decían:
«Señor, enséñanos a orar... Señor, explícanos la parábola»
Con la confianza que nos inspiran tus palabras:
«Vosotros sois mis amigos... No os llamo ya siervos,
a vosotros os he llamado amigos»,
tenemos tantas cosas que decirte,
tenemos necesidad de escuchar tantas cosas de ti:
«Habla, Señor, que tu siervo escucha...
Porque hablas como jamás un hombre ha hablado...
Señor, ¿a quien vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna».
Estamos ciertos, Señor, de que tus promesas son sinceras
y no engañan: «Pedid y se os dará, llamad y se os abrirá».
Animados con estas palabras, queremos hoy pedirte
muchas cosas, que en definitiva se reducen a una sola:
«Venga tu Reino. Hágase tu voluntad».
En esto se resume todo lo que te pedimos.
Señor, se está aquí tan bien en tu presencia que,
como Pedro, querríamos hacer tres tiendas para quedarnos contigo:
pero sabemos que este estar aquí contigo,
en estas horas serenas, no puede ser sino por poco tiempo,
porque la mies es mucha y los obreros pocos,
y tú nos mandas a trabajar por ti en el mundo:
«Id también vosotros a mi viña... Id por todo el mundo,
y proclamad la Buena Nueva a toda la creación».
Sí, nosotros iremos a trabajar por ti en tu viña,
pero nuestro corazón se quedará aquí, a tus pies,
atento, como María, para escuchar tus palabras de vida eterna;
como tu Madre, que «conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón», para gustar también nosotros tus palabras en nuestro corazón.
Enséñanos a ir y a quedar, a trabajar por ti sin separarnos de ti,
a ser contemplativos en la acción,
a experimentar en nuestro corazón tu presencia de «dulce huésped del alma».
(Pedro Arrupe, sj)