Memorias de la viuda de Naím
Recuerdo aquel día. Mi único hijo había muerto, y yo me había convertido en una mujer, además de viuda, totalmente sola. La desesperanza y el dolor me llenaban por completo. Algunas personas me acompañaban al entierro. Caminábamos hacia el cementerio, a las afueras de la ciudad. Las lágrimas cubrían mis ojos. No podía ver lo que pasaba a mi alrededor y tampoco lograba vislumbrar un futuro. Mi único hijo había muerto, y yo también me sentía muerta.
Todo lo que pasó después fue muy rápido. No me di cuenta cómo fue que ese hombre se acercó a mí. Sólo recuerdo el amor y la fuerza que salían de sus manos cuando me tocaron. Luego oí sus palabras: “No llores”. Aquella voz me transformó por completo.
Sin poder controlar lo que estaba pasando, comencé a sentir ánimo, alegría, esperanza, de la manera que nunca antes había experimentado. Esa voz que me había dicho: “No llores”, ahora le estaba devolviendo la vida a mi hijo. Esas manos que recién me habían tocado, ahora levantaban a mi hijo del ataúd y lo llevaban a mis brazos. Todo sucedió muy rápido. ¿Qué puedo decir tantos años después? Que ahí estaba Dios, acompañándome en mi dolor y devolviéndome a mi hijo. Supe después que ese hombre era Jesús, el Señor, Dios-con-nosotros.
(Rezandovoy, adaptación de Lc 7,11-17)