El relato de Samuel
Yo era tan solo un niño, como todos lo hemos sido algún día. Dios me llamaba. Y yo no lo sabía. Lo confundía con la voz de los mayores, con la voz de los sabios, con la voz de los ancianos. Pero era Dios. Dios que me buscaba. Me llamaba para ser su profeta. Para contar su mensaje. Para anunciar su presencia. Y yo no lo entendía. Él me pedía que fuera su testigo, y yo estaba ciego. Me pedía que fuera su palabra, y yo estaba mudo. Me pedía que fuera su abrazo para el mundo, y yo estaba sordo. Hasta que me di cuenta de que era Dios mismo. Dios mismo, llamándome en tantas voces cotidianas, invitándome a comprometerme con Él. El corazón me ardía, y sigue ardiendo, hoy, cada vez que repito aquellas palabras que le abrieron la puerta: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Sé que generación tras generación, muchos seguirán atendiendo a esa llamada, a esa voz, y escuchando su palabra de liberación, de compromiso y de amor. Y ninguna de sus palabras dejará de cumplirse. “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.